lunes, 2 de diciembre de 2013

Oh, Jerusalém, Dominique Lapierre y Larry Collins

Oh, Jerusalém, Dominique Lapierre y Larry Collins

Oh, Jerusalém, que narra el nacimiento del Estado de Israel, en 1948, es un libro completamente distinto de todos cuantos se han publicado desde la guerra de los Seis Días. Y lo es porque nos hace vivir el acontecimiento desde ambos bandos, el árabe y el judío. Y porque nos lo hace vivir con quienes lo vivieron: con los británicos, con las tropas de Abdel Kader y de la Legión Árabe, con los agentes y enviados de uno y otro bando, con todos los que, famosos o desconocidos, interpretaron su papel en tan fantástica aventura.

Me costó entrar en este libro y, después de las primeras cien páginas, creí que se convertiría en una tortura, pero lo cierto es que no ha sido así. Eso sí, requiere unas ciertas dosis de paciencia. El primer centenar de páginas se sobrelleva aguardando que acabe la presentación y comience la chicha..., sin embargo, cuando ya se ha sobrepasado de largo ese centenar, empieza una a pensar si las seiscientas y pico páginas de libro van a ser así: una eterna presentación. Ahí es cuando da la pájara y una cree que el librito se va a transformar en una de esas lecturas insufribles que se recuerdan con cierto amargor. Sin embargo, una vez que se asume que el libro es como es, empiezan a aparecer los párrafos interesantes. Y, luego, los párrafos se alargan hasta convertirse en páginas interesantes y así, paso a paso, se llega al final. 

El libro es interesante porque al final te da lo que querías saber (al menos en mi caso): qué demonios ocurrió y cómo sucedió el parto de Israel en aquellos días primaverales de 1948. Mi idea ahora es mucho más clara al respecto y, sobre todo, ahora sé que la Gran Bretaña no se lo puso nada, pero nada, nada fácil a los judíos. Aunque no hay nada que una buena amenaza económica no pueda lograr, ni siquiera con los hijos de la Pérfida Albión:

Con gesto brusco, el Primer Ministro de Transjordania, Tewfic Abu Huda, tomó una hoja de papel de su despacho y la alargó a Sir John Gubb. Se trataba de un despacho del War Office, de Londres, que acababa de llegar de Ammán. El Gobierno británico, decía, teniendo conocimiento de los combates que se desarrollan en Palestina, experimentaría el más vivo embarazo caso de que fuese hecho prisionero algún individuo británico. En consecuencia, todos los oficiales británicos que sirven en las unidades de la Legión Árabe deben ser retirados inmediatamente del campo de batalla.
-¿Ésta es la clase de aliada que tenemos en Gran Bretaña? -preguntó Abu Huda con sorna.
Aquella orden constituía una verdadera bomba diplomática. Significaba una vuelta casi completa de la posición británica. "Tras haber dejado durante semanas luz vede a los árabes, les cortamos de improviso el camino", diría más tarde amargamente el embajador de Gran Bretaña en Ammán, Sir Alec Kirkbride. De un raquetazo, Londres privaba a Glubb de los oficiales que hacían de la Legión Árabe una fuerza excepcional. Para el general inglés, aquella breve entrevista con el Primer Ministro transjordano quedaría para siempre como uno de los más penosos y humillantes momentos de su vida.
La decisión británica era, de hecho, una alineación con las posiciones de Washington respecto al Oriente Próximo. Para conseguirlo, Estados Unidos llegó hasta amenazar a Londres con privar a la economía británica de la ayuda vital que le aportaban para recuperarse de la guerra.


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