jueves, 30 de junio de 2011

lunes, 27 de junio de 2011

Yo no...

Yo no…

–Toc, toc, toc…
–¡Calla y duerme! –se oye la voz agria del que me guarda al otro lado de la puerta–, si es que tienes ánimo para ello.
Procuro golpear con más suavidad las recias piedras con que construyeron la pared, de manera que pueda acabar mi obra antes de que se abra la puerta, pero, por más que lo intento, el sonido traspasa la madera y se deja oír al otro lado.
–¡Calla y duerme, te digo! –repite.
Y yo tomo del suelo la chaqueta que he tenido que quitarme por el calor que me daba a causa del esfuerzo, y envolver en ella la pata que he arrancado del lecho a fin de utilizarla como cincel. Continúo, en circunstancias tan precarias, mi trabajo con paciencia, sabiendo que ya poco puedo remediar, salvo intentar con ello suavizar el oprobio que aflige a mi honor de caballero. Yo no…, van apareciendo lentamente, grabadas en la dura piedra, las letras que cincelo sobre ella.

Es curiosa la tendencia que tiene el ser humano a tergiversar los hechos según su interés, necesidad o, ¡qué triste!, por simple morbosidad. En el caso que voy a narrarles, sé que este último es, en realidad, el motivo que explica la furibunda indignación que muchos de mis convecinos mostraron por los sucesos acaecidos en el seno de mi familia a raíz de la turbadora muerte de mi padre. Indignación que, líbreme Dios de encrespados apasionamientos y otórgueme el don de la mansa ecuanimidad, pondero en su justa medida, pues los hechos que la originaron sobrecogen el alma que anima a todo ser bien nacido y la horripilan.

No obstante, una vez admitida mi benevolente disposición a transigir con ella, me veo obligado a evidenciar, asimismo, la indiscutible realidad de que su patente irritación me ha molestado hasta hacerme rozar la ira y ha sido causa de un sufrimiento que aún no he sabido cómo soslayar. Sin embargo, no puedo dejar de comprenderlos: están enfermos y por ello los disculpo. Sufren de una extraña dolencia o perturbación del espíritu que les mueve a sentirse atraídos por el dolor ajeno y a mostrar esa repugnante inclinación que tiende a meter el dedo en la llaga y hurgar hasta arrancar trozos de carne que después se llevan prendidos en las uñas. Su cólera me ha perseguido duramente y ha provocado en mi existencia una especie de grieta que, al fin, no me ha hecho más que bien, pues ha separado mi carne del espíritu y ahora puedo, sin temor a equivocarme, aseverar que no andaba errado cuando acepté la vida como vino y la tomé tal y como quiso servirse en mi plato. 

Mi padre murió en atroces circunstancias una noche de invierno en que tan sólo el ama de llaves y yo mismo, además de él, nos encontrábamos en casa. Su cadáver apareció desnudo sobre la alfombra de la biblioteca y mutilado de forma extraña: la nariz y las orejas habían sido brutalmente arrancadas y los ojos extraídos de las cuencas y arrojados, junto con los otros apéndices, a unos metros de su cuerpo. Las yemas de los dedos habían sido machacadas con algún tipo de objeto contundente y sus partes pudendas aparecían cubiertas con un negro paño, bajo el cual una soga ahorcaba los genitales, clavándose sádicamente en la piel. La declaración del forense que le había estudiado aterraba: se trataba de un claro caso de tortura, pues todas las mutilaciones habían sido realizadas ante mortem, lo cual exaltó aun más los ánimos de la muchedumbre que, sabedora de que mi padre había soportado todo aquel sufrimiento cuando todavía estaba vivo, se aventuró a expresar, sin pudor alguno, jugosos comentarios bien en la dirección piadosa; bien en aquella otra por la que transcurren las disposiciones que prescribe la ley del talión.

No me revolví contra estos últimos, sin embargo. ¿Cómo podría haberlo hecho? Por el contrario, tras el descubrimiento de su cadáver, hube de sufrir, no sólo en su entierro y funeral, sino en mi propia casa, cuando las miradas curiosas asomaban por la puerta en pos de esa última noticia que agravara los hechos con alguna nueva pizca de degeneración, las gruesas palabras con que los vecinos se daban en adornar los comentarios que vertían contra el autor de mis días. Palabras a las cuales no pude más que ofrecer un amargo trágala, pues se hallaban cargadas de razón. Mi padre fue un sinvergüenza que mató a mi madre de pura tristeza, después de haberle sido infiel hasta la ofensa, al permitirse la desfachatez de llevar a sus amantes hasta el mismísimo tálamo del dormitorio conyugal del cual, aquella que me había dado la vida, había sido  expulsada sin ningún tipo de miramientos. La servidumbre al completo, a excepción de mi aya, que por amor a mi madre y a mí mismo permaneció junto a nosotros, encargándose desde entonces del cuidado de la casa y tomando para sí las tareas de ama de llaves, había huido  horrorizada por los desmanes de mi padre y las tropelías que tanto sufrimiento causaron tanto a mi madre como a mí mismo desde el mismo instante en que tuve el uso de razón suficiente para comprenderlas.

No es, pues, causa de indignidad para la naturaleza humana ni deshonra la memoria que un hijo ha de guardar a su padre, reconocer la mucha razón que asistía los comentarios de mis vecinos y disculparlos, a pesar de que fueran sus argumentaciones tan pueriles e ingenuas como para mover a la risa y tan sumamente endebles como para ser barridas con un simple soplo de talento y habilidad.

La tesis a la que con más recurrencia acudieron fue Dios. Lo utilizaron como explicación al fin horrible con que mi padre había terminado sus días en esta vida. Oí hablar de la justicia divina, y de lo muy cabal que había sido, al fin, aquella terrible muerte, una suerte de expiación de sus pecados, según razonaron, que el pérfido autor de mis días se había ganado a pulso tras tantos y tantos desmanes cometidos, y tan largos años de abuso y despiadado atropello a su familia. ¡Pobres ingenuos!, como si Dios fuera capaz de tan cruel animosidad contra una de sus criaturas, por muy negros que fueran sus pecados, sin contar con que sólo un alma perdida, como la de mi padre, podía procurar, en un último atisbo de humanidad y arrepentimiento, una muerte tan horrible a un ser humano.
–Pidió que se la cortaran.
–¿Cómo? –el fiscal no dudo en interrumpir a mi pobre aya que, temblando sobre el estrado, prestaba declaración en el juicio.
–Digo que pidió que se la cortaran.
–¿Eso fue lo que escuchó?
–Sí, señor
–Diga exactamente las palabras que escuchó.
Y mi aya, fija la mirada en el suelo y derramando abundantes lágrimas, explicó el brutal suplicio del que había sido testigo al otro lado de la puerta:
–La nariz –gritó-, córtala de un tajo con la navaja. Y las orejas. Haz lo mismo con ellas. Ahora, arranca los ojos de cuajo y arrójalo todo lejos de mí, que no pueda ya oler, oír ni ver aquello que ha de conducirme al infierno.
Un murmullo de asombro recorrió la sala e incluso el juez no pudo ocultar la desazón que le embargaba el escuchar la declaración de mi aya.
–Prosiga –le pidió el fiscal tras ofrecerle un vaso de agua.
–Machaca ahora mis dedos –dijo el señor–, de forma que nunca más pueda sentir el sedoso tacto con que la piel de las mujeres me ha conducido a la perdición, y ata fuertemente mis genitales con cuerda, ahógalos en un abrazo mortal.
La pobre anciana se detuvo un instante, tomó aire y posó sobre el fiscal una mirada desfallecida, como exhortándolo a que le diera permiso para abandonar aquellos recuerdos que dañaban su memoria. Pero no hubo piedad:
–Debo pedirle que continúe. Si se encuentra mal, tal vez podamos tomarnos unos minutos de descanso, pero debe llegar hasta el final.
Ella…, pobre aya mía, desgraciada mujer que hubo de sufrir este tormento, suspiró y continuó:
–Y ahora… –dijo mi malhadado señor–, y ahora pon fin a mis días y mándame al infierno.

Y luego, como si toda aquella sangre y dolor, frutos del tormento que hube de pasar, no hubieran sido suficientes, vinieron a por mí sin que piedad alguna por su parte me asistiera, de modo que la vida continuó su terrible obra destructora en mi persona. He tenido que padecer el juicio público, donde he sentido, como afiladas saetas clavadas en mi alma, su desprecio, su odio y toda la inquina que han sido capaces de verter sobre mí, un monstruo, dicen, que lleva en los genes el impío sadismo que le donó el deforme espíritu que le dio la vida. De nada han servido mis explicaciones ni las súplicas de mi aya, que bajó del estrado sollozando una triste letanía: No, no…, no quería. Le obligaron. Él no, señor juez, él no…, él no quería…

Ni ellos han querido escucharnos y por ello grabo en estas piedras de la celda que me cobija, aposento último que ha de guardarme hasta el amanecer en que me espera la horca, la verdad que todo lo explica: Yo no…  asesiné a mi padre. Él me pidió que lo matara.

sábado, 25 de junio de 2011

En la ONU hará fresquito, ¿no?

En la ONU hará fresquito, ¿no?

Y digo yo, si el aire es africano, ¿por qué no se queda en África y deja que nuestro aire español siga soplando sobre la patria tierra? ¡Caramba con la masa de aire africano que nos está cayendo encima este fin de semana! Me tiene frita, como un huevo, sobre el sofá, sin que puedan mis fuerzas mover más allá que el leve pestañeo de los párpados.

Como aún me queda algún tiempo antes de poder disfrutar de las vacaciones, no me hago ilusiones sobre dónde podría irme huyendo de este infierno africano, así que me someto a la inclemencia de los elementos y me digo que no hay otra que aguantarse. Sin embargo, mi mente se rebela y me pide algo de marcha: Déjame soñar, me dice. Permite que viaje a mi bola y me traslade a algún lugar fresquito donde pueda araganear sin que me acose esta laxitud mortal. Y, bueno, ¿por qué no? Pobrecilla, ¿verdad? Hala, te doy permiso. Vete a dar un voltio.

Sin embargo, antes de que salga de mí, aparece en la tele la noticia de que Bibi..., sí, sí, aquélla de los miembros y las miembras..., Bibiana Aído, ésa que aseguraba que el feto es un ser vivo pero que no hay ninguna demostración científica de que sea humano, ésa. Sí, ¡¡¡ÉSA!!! se va a ir a la ONU, al parecer enviada por ZP, que está colocando a sus coleguis antes de que le demos la patada definitiva en el trasero que se merece desde el mismísimo día de su nacimiento (o incluso desde antes, cuando ZP sólo era un ser vivo, pero vaya usted a saber de qué naturaleza -humana, no, según dice su Bibi-). 

Informa la tele de que el puesto de Bibi será el de asesora de la Sra. Bachelet para no sé qué y bla, bla, bla... Añade la información que su dote mensual será al menos de cinco cifras y no se halla sometida a la tiranía del pago de gravámenes. Sí, sí, sueldecito libre de impuestos. Imagino (porque mi mente aún sigue conmigo, escuchando, como yo, la noticia) lo que estarán pensado todos esos jóvenes españoles en paro que están muchísimo mejor preparados que doña Bibi. Bueno, supongo que, en realidad y gracias a las leyes de Educación que han implantado los socialistas, tampoco serán tantos los jóvenes españoles que están mejor preparados que la futura miembra de la ONU, doña Bibi. 

De pronto, mi mente interrumpe mi reflexión y me pregunta:
-Oye..., ¿tú crees que en la ONU hará fresquito?
-Puede, está llena de frescos...
-Jajaja, qué ingeniosa soy.
-¿Tú?
-Sí, yo. Quién sino yo eres tú, ¿eh?
-Bah, no me líes, que no tengo el cuerpo pa pensar mucho.
-Entonces quedamos en que allí no hará este calor abrasador que nos consume aquí, ¿no es eso?
-Supongo. Seguro que tendrán puesto el aire acondicionado a toda pastilla todo el día. Total, a ellos qué les va ni les viene lo del ahorro energético, si los que pagamos somos nosotros.
-Es que...
-¿Qué?
-¿Cuántos años tenemos?
-No pienso decírterlo.
-Bueno, es igual. Así, a simple vista, todavía das el pego.
-¿El pego de qué? -pregunto mosqueada.
-De cierta juventud. Vamos, que todavía estamos a tiempo para trepar.
-¿Trepar adónde?
-En el PSOE, tonta. ¿Qué tal si nos afiliamos y nos buscamos un buen puestecito y en algún lugar cómodo y fresco?
-Pos vas lista, maja. Si les quedan tres telediarios en el poder.
-Pues nos afiliamos al PP. Total, ¿qué más da ser miembra de uno que del otro?

Y en eso estoy, amigos: voy a emplear el resto del fin de semana sopesando la posibilidad de meterme en política. Todo sea por huir de esta maldita masa de aire africano.

jueves, 23 de junio de 2011

Aprovechando a los maestros II

Aprovechando a los maestros II

Peroraba el otro día en Aprovechando a los maestros I sobre mi reducida experiencia en la redacción de relatitos detectivescos y señalaba, con toda sinceridad, que, a la hora de escribirlos, me guío por la intuición dado que mi conocimiento de la teoría sobre cómo construirlos es más bien escaso y, sobre todo, caótico. En cualquier caso, algo voy aprendiendo (creo). Sin embargo, si el lector es avispado (y sé que el de Finis Terrae lo es), se habrá percatado de que el título de la entrada no es Aprendiendo de los maestros, sino Aprovechando a los maestros. Y es tal porque pretendía yo ilustrar con ella cómo puede una sacarle sustancia a lo que ha leído si anda un poco lista. Prometía, para ejemplificarlo, un pedacito de diálogo del relatito que estoy escribiendo ahora, y hoy vengo a cumplir mi promesa.

Para poner al lector en antecedentes, diré que el diálogo se produce entre el detective del caso (nuestro amigo -bien conocido para todos aquellos que hayan seguido las historias del Atrápame- Charles Carton), el cual ha decidido visitar a cierta mujer que se encuentra herida en un hospital, y el doctor que la atiende.

En principio, este diálogo no estaba pensado y, de hecho, cuando empecé a escribirlo me parecía totalmente accesorio: el relato muy bien podía pasar sin él. No imaginaba, en aquel momento, que pudiera sacar de él nada más que unos cuantos de cientos de palabras de relleno. Sin embargo, la intuición, las Musas o lo que quiera que sea que guía mis pasos me llevó por retorcidos caminos, a ciegas en un principio, hasta que, de repente, abrí los ojos y vi que de allí se podía extraer oro.

Y es que, asociado a la palabra paradoja, que se mentaba en el diálogo, apareció en mi mente el título de Chesterton, Las paradojas de Mr. Pond, y comencé a desenredar una madeja mental (con la cual aún estoy luchando) que me llevó a concebir nuevas expectativas para este diálogo. Ahora, tal y como está pensado el relato, el diálogo entre el detective y el doctor es esencial. O al menos tendrá un relumbrón especial cuando, al final de la historia (final que todavía no he escrito), el detective reflexione... al respecto. Y, como dirían Posodo y Mayra Gómez Kemp, hasta aquí puedo leer, quiero decir: escribir. Leer, el lector puede hacerlo con el diálogo que sigue: 

–[...] Si el señor Toepfer hubiera retrasado unos segundos su salida esta mañana, él estaría vivo y ella, no. Pero no ocurrió así, de modo que la paradoja se nos presenta ineludible: si ella muere, él vive; si muere él, vive ella. ¿Puede hacerse mayor homenaje a la sinrazón?
–Llevo todo el día dándole vueltas a ese asunto –admití al fin– y confieso que lo único que he conseguido es un buen dolor de cabeza. En cualquier caso, supongo que no, doctor. Los hechos son tercos y presentan un contrasentido que no puede sino conducirnos a un ejercicio filosófico irresoluble. Sospecho que la paradoja ante la que nos encontramos va más allá de toda comprensión.
–Aunque quizá tan sólo estemos confundiéndonos entre la bruma de una lógica difusa, incierta en cuanto a la verdad o falsedad de sus proposiciones.
–Nunca descarto esa posibilidad –aseveré–. La incertidumbre sobre lo que es verdad y lo que no lo es determina una molesta constante en mi trabajo, doctor, pero inevitable.
–Ja, ja, ja –rio el doctor–, no podría ser de otra forma, inspector. La sospecha es la base de la labor detectivesca. Si su trabajo se apoyara en certezas, todo crimen estaría resuelto antes incluso de haber sido cometido. Pero aun la sospecha debe tener unos visos de certeza. ¿No lo cree así?
–Podría creerlo, sí… –contesté cauto.
–Si supiera de qué estoy hablando, ¿quiere decir? –terminó por mí la frase que yo había dejado en suspenso. Sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca para contestar, aquel doctor parlanchín continuó su perorata:
–Pensaba en posibles paradojas –dijo–: una sospecha cierta; una certeza… sospechosa.
–¿Plantea una paradoja o una antítesis?
–Creo que tan sólo balbuceo incoherencias, en realidad. Sin embargo, me preguntaba..., la resolución del caso a que nos ha abocado mistress Faulkner ¿podemos proponerla como una aserción absoluta?
–¿Por qué no habríamos de hacerlo? –pregunté extrañado mientras detenía mis pasos y lo miraba interrogante.
–Supongo que tendrán pruebas abundantes e incontestables.
No contesté a esta aseveración que era, en realidad una pregunta disfrazada, de modo que el doctor continuó:
–¿Ha leído a Chesterton? –preguntó repentinamente.
–¿Las paradojas de Mr. Pond? –interrogué a mi vez, adivinando ahora a qué se refería.
–Los dilemas a los que nos somete este buen señor son, en gran parte de los casos, de orden psicológico. Y estará conmigo en qué éste es el motor primordial que impulsa las acciones humanas… –se interrumpió un instante y me miró, antes de continuar–. ¿Está de acuerdo?
–Bastante.
–Opino que es precisamente esa naturaleza psicológica que arropa las historias de Chesterton la que vuelve sus historias verosímiles y las asemeja a la realidad con la que usted debe bregar día a día, pues doy por hecho que la policía no siempre encuentra huellas dactilares, pisadas en los arriates del jardín o relojes atrasados que den una explicación satisfactoria, aunque pobre desde el punto de vista intelectual, al crimen que se investiga y, por ende, lo resuelvan.

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El diálogo continúa, claro, pero no voy a publicar lo que resta porque aún está en proceso (ya decía ahí arriba que todavía estoy en lucha con la madeja) y aunque tengo la idea en mi cabeza, hay flecos de ella que se me escapan y que aún debo anudar correctamente. En cualquier caso, me parecía este diálogo un ejemplo claro de cómo aprovechar a los maestros no sólo para recrearse en la escritura, sino para afianzar los pilares sobre los que se sostiene la historia. Claro que, puesto que no tenéis acceso a ella, comprendo que no podáis ver con claridad en qué sentido o de qué forma afianza esos pilares. Pero, creedme, lo hace.

Eso sí, lo que yo sigo preguntándome es quién guía mis pasos: ¿acaso sea la intuición, cómo se apuntaba por ahí arriba? ¿Acaso las Musas? ¿Es, tal vez, cuestión de suerte? ¿O hay algún mecanismo cerebral, desconocido para la mente consciente, que maneja a su antojo el asunto de la creatividad? Quisiera pensar que, sea lo que sea, el motor que genera las historias tiene mucho de racional (me gusta, me encanta la racionalidad), porque de ese modo puedo llegar a controlarlo, pero no estoy muy segura de que sea así. Quizá algún día... encuentre la respuesta.

Mientras tanto, os recomiendo esta anotación genial de Posodo: Elemental, mi querido Chesterton, extraída del libro Cómo escribir relatos policíacos, de Chesterton.

martes, 21 de junio de 2011

Aprovechando a los maestros I

Aprovechando a los maestros I

Si alguien me preguntara por qué escribo historias detectivescas, contestaría que porque me divierte. Si ese alguien continuara su interrogatorio y se interesara en esta ocasión por si ha sido ésta una afición que arrastro desde hace tiempo, respondería diciendo que, en realidad, no. Añadiría que, cuando leía a Agatha Christie, solía pensar que vivir escribiendo historias como las suyas debía de ser realmente entretenido, pero que jamás me vi capacitada para ello. Si el alguien preguntón ese que tanto viene curioseando preguntara entonces por qué un día decidí que sí podía escribir diminutos relatitos policíacos, contestaría que por pura casualidad: una buena tarde de actividad literaria frenética (la cual mereció un Sabueseando en estas páginas cuya mayor recompensa fue, no obstante la diversión con que me regaló, recibir el magnífico premio de que mi nombre designara una etiqueta en los Platos de Posodo), esa tarde, decía, surgió Destino inexorable, tras cuya elaboración me percaté de que era  posible para mí apañar una historia entretenida con trasfondo detectivesco. Luego..., vinieron otras. Y, después, más aún.

Hasta ahí mi brevísima experiencia con los relatos policíacos (tan breves éstos como aquélla), de modo que poco más podría responder al respecto. Sin embargo, si aun así, el preguntón curioso continuara dale que te pego con su interrogatorio y quisiera saber cómo se escribe un relato detectivesco, no tendría otro remedio que contestarle con un ni idea. Y es que, amigos, yo me lanzo (normalmente con una idea difusa, aunque en ocasiones está clara desde el principio) y, después de mucho trabajo, acaba por salir algo que me gusta. Es verdad que tengo imaginación, pero también es verdad que le doy bastantes vueltas a la historia hasta que brota la idea luminosa que me decide a tomar este camino o aquel otro. Luego, además, es bastante útil tener una nariz que ande siempre husmeando aquí y allí, y aprovechando las cosillas que encuentra por el camino.

Y hete aquí que vengo ya a aterrizar sobre el punto concreto que ha dado título a esta entrada: los maestros. Leo mucho y de todo, pero, por supuesto, leo bastante novela policíaca. Lo cual enseña algo (aunque mi aprendizaje sigue aún más una línea intuitiva que racional). Pero no me limito sólo a este tipo de novela. Últimamente siento una fuerte atracción hacia lecturas relativas a la teoría literaria detectivesca. De ahí mi interés por el libro que compré en la última feria del libro Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes y otros ensayos literarios, de Thomas de Quincey, o el que será mi próxima compra, ya en los estantes remodelados de Posodo y llevado hasta su diario, Cómo escribir relatos policíacos, de Chesterton. Autor siempre pendiente y nunca degustado hasta que (de nuevo gracias a Posodo y su lógica incomprensible) le tomé el gustillo.

Pero veo que me voy alargando hoy ya demasiado, de modo que mejor aparco el asunto y publico su resolución en una próxima entrada donde tendré el gusto de ofreceros un breve diálogo, construido a partir de un título de Chesterton, incluido en la historia que estoy pergeñando estos días.

sábado, 18 de junio de 2011

Muerte en la rectoría

Muerte en la rectoría,  Michael Innes

Se ha cometido un crimen. El ilustre rector de la Universidad de San Antonio ha aparecido muerto en su despacho. Lo curioso es que el recinto estudiantil queda cerrado a partir de las nueve y sólo unas cuantas personas tienen llave. El detective Appleby intentará comprender la psicología de los sospechosos para desenmascarar al asesino.

John Innes Mackintosh Stewart (1906-1994), uno de los escritores preferidos de Borges y Bioy Casares, nació en Edimburgo. Escocia. Brillante profesor universitario, se le conoce sobre todo por las novelas policíacas que escribió con el seudónimo de Michael Innes. Su personaje más famoso es John Appleby, un detective culto, educado y poco amigo de tomar huellas digitales.

Hasta aquí lo que se puede leer en la contraportada. No es mucho, para lo que se encuentra contenido en el libro en espera de que el lector lo abra, que eso sí que es abundante y muy bueno.

Esta novela llevaba esperando turno de lectura en mi biblioteca desde el 29 de junio de 2009 (fecha que aparece escrita, junto a mi nombre, en una de sus primeras páginas) y ahora, que la he leído, lamento haberle hecho aguardar tanto. ¡Es magnífica!

No conocía al autor, Michael Innes, y, de hecho, cuando la novela llegó a mi poder, no por comprarla, sino como regalo de la librería por haber comprado otros libros, el título me despistó mucho. Pensé que se trataba de un error, porque la primera idea que vino a mi cabeza fue la de una novela de Agatha Christie, lo cual chocaba frontalmente con el nombre del autor que aparecía en la portada (Michael Innes, como ya se indicó). Sólo al llegar a casa, pude comprobar que el título de Agatha Christie que me había confundido era el de Muerte en la vicaría, parecido, pero no el mismo, obviamente.

Muerte en la rectoría fue la primera novela de Michael Innes, que escribió durante su viaje a Australia, en 1936, adonde se trasladaba para trabajar como profesor. En ella aparece John Appebly, inspector de Scotland Yard y antiguo estudiante de la ficticia Universidad de San Antonio donde, por cierto, se desarrolla la acción, pues es el rector de esta universidad el que aparece muerto en sus dependencias personales.

John Innes Mackintosh estudió literatura inglesa y fue profesor de esta asignatura durante toda su vida. Además de sus historias detectivescas, publicó notables trabajos y estudios literarios sobre autores diversos. Es, pues, un estudioso de la literatura y tal hecho deja una marca en sus novelas que no pasa desapercibida al lector. Muerte en la rectoría es, de momento, la única novela suya que he leído (aunque este autor ya está anotado en mi lista de escritores a seguir) y aunque a veces se me ha hecho difícil seguir el hilo de la historia, debido de la mucha y variada información con la que el novelista va instruyendo al lector (quizá demasiados sospechosos, demasiadas coartadas, cada una con demasiadas anotaciones horarias y lugares), el placer que me ha procurado su lectura me obligará a repetir. No son muchos los autores de novela policíaca que puedan ser felicitados por tan magnífica redacción y el uso maravilloso que Michael Innes hace de la lengua.

Quien quiera, pues, deleitarse con una buena novela policíaca y disfrutar, además, de una excelente forma de escribir, no debe dudarlo: debe acudir a Michael Innes.

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Para más información, puedes visitar la entrada Michael Innes en el blog Tras la pista del asesino.

jueves, 16 de junio de 2011

Libros con "La Gaceta"

Libros con La Gaceta

Puesto que la colección comienza mañana, yo me voy esta tarde de mini-puente y, sobre todo, en previsión de que Caraguevo se me adelante, he decidido apresurarme a publicar esta entrada con el aviso, para todo aquel que esté interesado, de que este viernes La Gaceta comenzará a ofrecer a sus lectores por el módico precio de dos euros una mini-colección (Con el mejor periodismo las mejores novelas) compuesta por 5 libros, cuyos títulos son:

1. La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson; viernes, 17 de junio.
2. El último mohicano, James F. Cooper; viernes, 24 de junio.
3. La esfinge de los hielos, Julio Verne; viernes, 1 de julio.
4. Los tigres de Mompracem, Emilio Salgari; viernes, 8 de julio.
5. Las aventuras de Tom Sawyer,  Mark Twain; viernes 15 de julio.

Yo ya he señalado en el calendario el día 1 de julio para comprarme La esfinge de los hielos, que es el único de la lista que no tengo. Bueno, en realidad tampoco está en mi biblioteca el de Emilio Salgari, pero no estoy interesada en él. Ya lo leí en mi juventud en la colección de Salgari que tenían mis padres y aunque me gustó en su momento, con la llegada de la madurez Salgari me decepcionó.

martes, 14 de junio de 2011

Gazapillos

Gazapillos

Andaba yo esta tarde de paseo campestre reflexionando sobre las durezas de esta vida y sus bondades también, caray, que, como las meigas, haberlas haylas, cuando un gazapillo se cruzó en mi camino y detuvo mis pasos. "¡Qué bella es la Naturaleza! -me dije mientras observaba su carrera- ¡y qué libre!". Corrió el gazapito y escapó a mi mirada internándose a velocidad endiablada entre las espigas de un sembrado, como si fuera yo, (¡yo!, pobre de mí) una amenaza a su existencia. 

"¿Acaso -comencé a interrogarme- este gazapillo se ve constreñido por la civilización, por sus reglas, por su corrección política? Y..., ¿deberá someterse cuando crezca al imperio de la ley? ¿Acudirá al colegio? Y sus padres..., ¿tendrán que pagar impuestos?" (Entienda el lector que no soy imbécil al preguntarme tal disparate, es sólo que estos días estoy a vueltas con la declaración de la renta, que es como una obsesión perniciosa que me consume).

Continué mi caminata aún obnubilada por la esplendorosa liberalidad con que se mostraba la madre Naturaleza, cuando me sorprendí sacudiendo la cabeza (agitación, sin duda, debida a los pensamientos que me acompañaban) y hube de parar de nuevo mis pasos. "Veamos, veamos -me dije-, tranquilízate y aparta de ti esos pensamientos: ¿Cinco millones de parados? Es una desgracia, sí, pero tú, al menos, tienes trabajo. Además,  seguro que ahí está nuestro gobierno trabajando para atajar esta lacra. ¿Y la ETA de vuelta en las Instituciones? Pero, bueno, Odón Elorza ha terminado admitiendo que fue un error. ¿Y Rubalcaba no afirmó que no le gustaba nada, nada? Pues algo es algo, digo yo, así que tranquila, tranquila. Y..., y bueno, respecto a ese temor a la quiebra total del país, tranqui también, ahí está la fracasada Merkel aconsejando a Zapatitos para sacarnos del pozo. Vamos, que no estamos tan mal. ¡Envídianos, gazapillo! -grité al campo solitario- Si es que da gusto -pensé para mis interioridades- tener un gobierno tan majo, tan trabajador, tan interesado por nosotros y, sobre todo, tan, tan, tan volcado en nuestros problemas".

domingo, 12 de junio de 2011

Feria del libro 2011

Feria del libro 2011

Como anda la cosa un poco cruda para el país, desde el punto de vista crematístico (veremos qué reducción le van a aplicar a la la extra este mes), este año he decidido ser muy, muy comedida. De modo que, hace un par de semanas, antes de pasarme por la Feria del Libro, estudié detenidamente cuáles eran mis intereses ineludibles en cuanto a anhelos de lectura, con el fin de hacerme una lista lo más reducida posible. Tras ardua reflexión, acordé conmigo misma que las necesidades vitales de este año en lo que respecta a este asunto eran dos. Así pues, fui yo muy tranquila con mi exigua lista prometiéndome que ¡no!, no compraría más que esos dos libros. Sin embargo, mi primera incursión feril fue bastante desalentadora. Uno de los libros que buscaba, no lo tenían (de modo que he tenido que buscar otros medios para conseguirlo); y el otro..., por el otro ni siquiera pregunté, vista la aglomeración de gente que había en la caseta y el mucho sol que pegaba sobre ella.

Este fin de semana he realizado mi segunda incursión, en busca del libro aquel por el que nunca pregunté. Y lo he encontrado. Éste era el título que buscaba:


Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes y otros ensayos literarios, de Thomas de Quincey.

Sin embargo, qué débil es el espíritu, amigos. Debería haberme llegado hasta la caseta con los ojos cerrados y tenderle al librero, así, sin más, mi exigua lista para que pusiera el libro en una bolsa, tomara el dinero de su precio y pudiera yo alejarme de allí sin otro particular y otro título que el anotado. Pero no ha sido así. Llevaba los ojos abiertos y aunque he querido distraerlos invitándolos a admirar la frondosa arboleda del Paseo de coches, no me han obedecido. De modo que, junto a Del asesinato..., se ha venido a casa este otro libro:


Aventuras del profesor Challenger, de Conan Doyle.


Y si sólo hubiera sido eso... ¿Quién, quién me mandaría a mí posar la vista en una de las casetas dedicadas a los cómics? ¿Quién? ¿Pero quién?




Sí, éste también se ha venido para casa... Y..., claro, ya que se me había acoplado El misterio de la Gran Pirámide I..., ¿cómo dejar la segunda parte allí?


Éste también se vino.

Ahora ya sólo queda que llegue a casa aquel otro libro del que hablé al principio y que acompañaba al deThomas de Quincey en mi brevísima lista. Todavía no está aquí, pero..., según me han informado, ya está en camino:

jueves, 9 de junio de 2011

"Hansiedad"

"Hansiedad"

Llevaban ya unos minutos esperando a que comenzara la reunión cuando llegó la plana mayor del equipo directivo y ocupó sus asientos, desde los que podían controlar hasta el más minúsculo parpadeo de los empleados que los rodeaban. La mujer llevaba poco tiempo en la empresa y se sentía como un pececillo rodeado de tiburones. Trató de mantener la compostura y la serenidad. Conservó la cabeza alta y firme, sometiendo con voluntad espartana cualquier pequeño movimiento que pudiera delatar su nerviosismo. La cuestión a tratar era ardua: había que decidir las líneas concretas que la compañía debía seguir a partir de ese momento para aumentar las ventas y crecer. ¡Crecer -había dicho el jefazo máximo- es la única opción aceptable para nuestra empresa! Crecer o morir. Y ella sabía que si, tras la reunión, alguien tenía que morir, la elección recaería sobre su cabeza.

El jefe de su departamento, el de mercadotecnia y publicidad, se levantó y comenzó a desplegar la pantalla donde habían de proyectar la idea que habían creado para la nueva campaña publicitaria. Cargó en el portátil los documentos y diapositivas que habían preparado con una meticulosidad rayana en la obsesión y lo hizo todo con una parsimonia tal, que estuvo a punto de hacerla morir de impaciencia. Al fin, la exposición de la campaña en la que tanto había trabajado comenzó. 

Las cosas no parecían ir mal. Los minutos habían ido pasando y ella creía adivinar una aceptable inclinación por parte de los jefes hacia las ideas expuestas. Se había ido, pues, tranquilizando, de manera que ya no se veía obligada a enlazar las manos por debajo de la mesa mientras los dedos se agarraban a las perneras del pantalón, única manera que había hallado de controlar el histérico temblor de las manos. Aunque aún sentía sofocadas las orejas, producto del nerviosismo, su respiración se había vuelto más serena y rítmica, y en sus labios incluso comenzaba a dibujarse un esbozo de sonrisa. Quedaba tan sólo la parte final, aquélla en la que se  mostraban los objetivos que se pretendían alcanzar con la campaña. La cosa estaba casi hecha.

De repente, su jefe de departamento presionó la tecla de enter y la última diapositiva, aquélla que él mismo se había comprometido a preparar como remate a la presentación, apareció proyectada en la pantalla.
-Estos son los puntos -le oyó decir mientras sus ojos quedaban aplastados en la nívea pantalla, tal que dos babosas que son despachurradas sobre el asfalto por las ruedas de un coche- que pretendemos conseguir con nuestra campaña...

La respiración se agitó notablemente en el pecho. Repentinamente, la mujer sintió que, por más que intentaba llevar aire a sus pulmones, ni una gota de oxígeno lograba descender hasta ellos. La firmeza de los músculos que habían venido irguiendo un cuello, largo y aparentemente estable, languideció bajo la presión y se tornó en vacilante fragilidad, de manera que el temblor de su cabeza se hizo evidente incluso para el camarero que permanecía, cercano a la mesa del café, ajeno a la reunión. Un estertor que no pudo evitar se hizo lo suficientemente audible como para que todos ellos volvieran la cabeza y la miraran. Creyó que moriría en aquel preciso instante, pero, por fortuna, el jefe de su departamento se movió, de manera que interpuso el cuerpo entre el proyector y la pantalla, provocando con ello que la imagen de la diapositiva se proyectara sobre el traje a rayas de estilo inglés que vestía. La mujer observó que el contenido aparecía distorsionado debido a los efectos causados por esa tercera dimensión sobre la que ahora se proyectaba, y aquello le dio un instante de respiro, a pesar de las miradas que sentía clavadas en ella. "Al menos -pensaba-, al menos... Si no se moviera...".
-¿Estás bien? -oyó que le preguntaba su jefe.
A pesar del mucho esfuerzo que le costó controlar el movimiento del cuello, ella asintió con la cabeza. Entonces, él volvió a moverse de nuevo y la diapositiva se proyectó, clara y límpida, sobre la pantalla.
-Estos son -repitió el jefe- los puntos claves que queremos trasladar con nuestra campaña: Primero, sugerir un estado de apetencia en el consumidor hacia nuestro producto. Segundo...

En aquel instante, ella dejó de escuchar. Lo único que era capaz de hacer era seguir el puntero láser con el que su jefe señalaba los puntos que iba comentando de la diapositiva...

1. Estado de apetencia.
2. Sensación de necesidad.
3. Capacidad de adquisición
4. Abilidad para empatía.
5. ...

No pudo resistirlo más. Tomó un edding que encontró a mano y se levantó con una ferocidad tal, que la silla que ocupaba cayó ruidosamente tras ella. Con pasos trastabillados, se dirigió hacia donde se encontraba su jefe. Extendía el brazo de una manera amenazadora, como si con el rotulador que blandía quisiera apuñalarlo. La respiración era tan agitada, que su pecho se movía merced a pequeñas contracciones histéricas, incapaces de transportar oxígeno hacia los pulmones y, aun así, el escaso aire que era capaz de inspirar y espirar, rozaba sus cuerdas vocales, provocando con ello un rugido sordo sumamente desagradable. Algunos de los caballeros que estaban sentados en torno a la mesa se levantaron, aunque era obvio que no sabían qué hacer, pues permanecieron inmóviles en los lugares que habían venido ocupando. Sólo su jefe reaccionó: con firmeza, sujetó los brazos de la mujer, impidiendo que ésta alcanzara el objetivo que perseguía y que ninguno de ellos acertaba a descubrir, mientras intentaba calmarla con palabras que todos oían:
-Tranquila, tranquila..., ¿qué ocurre?
Y otras que sólo ella escuchaba:
-¿Qué haces, imbécil? ¿Te has vuelto loca?

Ella, mientras tanto, aún trataba de zafarse
-No pasa nada, no pasa nada -decía el mastuerzo-. Pobrecilla, es sólo un ataque de hansiedad.

miércoles, 8 de junio de 2011

Regalito

Regalito

No puedo dejar pasar más días sin agradecer a Kericolo que se acordara de mí a la hora de hacer este regalito a sus amigos blogueros.

Lo cierto es que no sé si Finis Terrae merece tanto amor, jajajaja, como para enamorarse de él, pero en cualquier caso: ¡muchas, muchas gracias! Siempre es agradable que se acuerden de una :-))

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Me avisa Kericolo de que debo enviar este regalito a 10 blogs, pero yo he decidido entregarlo no a 5 ni a 10..., sino a todos los amigos blogueros que visitan Finis Terrae, porque todos ellos, ya sólo por su amistad, se lo merecen. Para todos vosotros, pues.

lunes, 6 de junio de 2011

Veinte mil leguas de viaje submarino

Veinte mil leguas de viaje submarino

Hace unas semanas, y gracias a una entrada de Caraguevo en su blog: Vuelve Julio Verne (que ¡¡¡esta vez sí llegó a tiempo!!! y no como en alguna otra ocasión ha acaecido...), pude hacerme el domingo pasado con el título, Cinco semanas en globo, con el que El Mundo inició esta breve colección que incluirá algunas de las novelas de Julio Verne. Este domingo he acudido de nuevo a mi kiosko para comprar el segundo de los títulos (y de paso traerme a casa la película de la colección Agatha Christie que comienza este fin de semana también el periódico), que no tenía en mi biblioteca: Veinte mil leguas de viaje submarino.

Mi primer contacto con Julio Verne se inició con otra de sus novelas, pero (¡y mira que me gusta este autor!) no tuvo, la verdad, un buen principio. No puedo fijar el año, pero yo era bastante pitufilla entonces. Ocurrió que una tarde en que mi padre y yo estábamos solos en casa, debía de andar yo bastante aburrida y trasteaba a su lado mientras él se afanaba en ordenar los cientos de papeles que se amontonaban sobre la mesa del cuarto de estar. Harto ya, supongo, de aguantarme, me dijo:
-No toques los papeles. ¿Por qué no te pones a leer y me dejas un rato tranquilo?
Así que yo, que siempre he sido muy dócil y obediente, me fui al salón en busca de un libro. Al cabo de un buen rato de andar mirando los títulos, volví al cuarto de estar y le dije:
-No sé qué leer...
Así que mi padre, probablemente asustado de que volviera por mis fueros a toquetearle los papeles y darle conversación, se levantó, fue hasta el salón, echó un vistazo a las estanterías y... tomó un libro que me dio.
-Toma -me dijo-, éste te va a encantar.
Lo miré curiosa y leí para mis adentros:
-La isla misteriosa...
La verdad es que el título prometía.

Me sumergí en la lectura, en cuyas profundidades me encontró mi madre cuando volvió aquella tarde de la merienda que había ido a tomar con sus amigas.
-¿Qué lees? -me preguntó.
-Este libro que me ha dado papá -contesté.
-A ver... ¡Ajá! -dijo mientras leía el título-, Julio Verne.
-Sí -confirmé yo que, por aquella época, lo único que sabía de él es que era el autor del libro que me había dado mi padre.
Mi madre no dijo más y yo... continué la lectura.

Sin embargo, al cabo de unos días, me quejé amargamente durante la comida.
-¡Vaya un libro aburrido!
-¿Cuál? -preguntó mi padre.
-El que me diste -contesté.
-¿Cómo? -preguntó casi asustado-. ¿Aburrido? ¿La isla misteriosa, una novela aburrida?
-Sí -contesté sin ningún empacho-. No entiendo la mitad.

Y es que había demasiadas explicaciones químicas y físicas para mi pobre capacidad lectora de la época. Tres páginas de teoría química se hacían un bocado demasiado grande para mi comprensión y, después de bregar con ellas durante minutos inacabables y acabar, por fin, los párrafos de los que no había obtenido ni un solo dato comprensible, continuaba con una historia de la cual ya había perdido el hilo. Mi madre (para esto las madres son muy listas) al acabar de comer me llamó. Fui con ella hasta el salón en cuyas estanterías volvió a colocar La isla misteriosa y, a cambio, sacó otro libro de entre los estantes.
-Toma -me dijo-, si quieres leer a Julio Verne, éste te irá mejor.
Y me dio Dos años de vacaciones. ¡Me lo bebí! ¡Mi madre sí que sabía elegir novelas! Así que cuando lo acabé, me fui directa a ella y le dije:
-Quiero más. Dame otro como éste.
Y ella sacó de la estantería un título muy, muy llamativo: Escuela de Robinsones.

Y, así, fui entrando en el mundo de Julio Verne: Cinco semanas en globo, Los hijos del capitán Grant, La vuelta al mundo en ochenta días, Miguel Strogoff... hasta que, algunos años después, cogí, ya por mí misma, La isla misteriosa... y la deglutí sin poder parar de leer mientras me decía: En realidad..., ¡los padres también saben elegir novelas! 

sábado, 4 de junio de 2011

Hergé

Hergé

El 22 de mayo de 1907 nacía, en Etterbeek, un municipio cercano a Bruselas, Georges Remi, conocido, en realidad, como Hergé

Su interés por el dibujo surge a edad muy temprana. De hecho, entre 1914 y 1918, Hergé ya dibujaba en sus cuadernos escolares historietas ilustradas basadas en la guerra, lo cual no es difícil de comprender si uno atiende a las fechas en las que nos encontramos. Más tarde, ya en la adolescencia, sus historietas comenzarán a publicarse en la revista Le Boy-Scout (posteriormente llamada Le Boy-Scout Belge),  donde, por cierto, en 1922 aparece por primera vez el nombre Hergé, con el que será mundialmente conocido.

No obstante, por esas fechas la obra de Hergé es aún bastante reducida y, en muchos casos, se limita a ilustrar la portada o algunos artículos de la revista. Será en 1926, cuando Hergé realice su primera serie de dibujos: Totor, C.P. de los Abejorros, la cual da vida a un extravagante personaje que se ve sumido en una serie de aventuras poco coherentes, pero cuyo personaje ya apunta hacia Tintin, y que se prolongará hasta bien entrado el año 1930.

En 1925, Hergé comienza a trabajar en Le XXe Siècle, si bien no lo hace como dibujante, sino como empleado del servicio de suscripciones, aunque continuará dibujando sus tiras de Totor para Le Boy-Scout Belge.No obstante, las cosas irán cambiando para el creador de Tintin y, así, en 1928 el padre Wallez, director del periódico, deseoso de ampliar las ventas, decide dar vida a un suplemento que irá dirigido a la juventud. Nace de esta forma Le Petit Vingtième, confiándose a Hergé la confección del suplemento. En un principio, Hergé se contenta con ilustar Les aventures de Flup, Nénesse, Poussette et Cochonnet, una serie algo precipitada cuyo texto se debía a un redactor deportivo del periódico. pero en seguida se cansó de este insípido guión y decidió lanzar su propia serie. La labor no parecía demasiado dura: Hergé retoma a Totor, le cambia algunas letras a su nombre y lo dota de un nuevo trabajo más conforme a su nuevo marco de vida. Le añade también un tupé característico ("para estar seguro de que se le reconocería", como dijo más tarde), así como la compañía de un fox-terrier llamado Milú. Y, así, el 10 de enero de 1929, "Tintín" hace su entrada en Le Petit Vingtième.



jueves, 2 de junio de 2011

Scotland Yard

Scotland Yard

En uno de mis últimos paseos investigatorios por la red en busca de información para mis relatos detectivescos, he ido a topar con la página web de Scotland Yard, donde se hace un breve recorrido por la historia de la policía inglesa que me permito traer hoy hasta aquí.

Al parecer, el origen de la policía británica se encuentra en las primigenias tribus y se apoyaba en una tradición que garantizaba el orden a través de unos representantes designados. O dicho de otro modo: en aquellos tiempos, la fuerza policial recaía directamente sobre la población. Fueron los sajones quienes introdujeron este sistema en Inglaterra, desarrollando su organización, lo cual hizo que la población fuera dividida en grupos de diez, llamados tythings, al frente de cada uno de los cuales se encontraba el tything-man; y en grupos aún mayores, cada uno de ellos compuesto de diez tythings, que se encontraban bajo la supervisión de un hundred-man, responsable ante el Sire-reeve o Sheriff.

Este sistema del tythings cambió notablemente tras el contacto con el sistema de vida propio del feudalismo normando, aunque no desapareció por completo. El tything-man se convirtió en el agente de policía del distrito o parroquia; y el Sire-reeve, en el Juez de Paz, ante el cual el primero era responsable. Este sistema, ampliamente establecido a lo largo de los siglos XVI y XVII, constaba de un ciudadano sano (que no portaba armas) para cada parroquia o distrito que era elegido anualmente para servir (sin paga) como agente de policía a lo largo de todo un año.

Sin embargo, en el siglo XVIII se producen numerosos cambios, tanto sociales como económicos, que dan lugar a una afluencia masiva de población rural hacia las ciudades, lo cual va a dar al traste con el sistema que había venido funcionando hasta entonces. La formación de una "Nueva Policía" se hacía imprescindible.

Así llegamos a la formación, en 1829, de la Metropolitan Police Force, cuando Sir Robert Peel (de quien procede el archifamoso apelativo de bobby para nombrar al agente de policía) ocupaba el puesto de Ministro del Interior. Esta nueva fuerza policial sustituirá el arcaico sistema y se ocupará de la seguridad del área de Londres, a excepción de la zona conocida como City of London, que se hallará bajo la vigilancia de la City of London Police.

La creación y diseño de la "Nueva Policía" recayó en el Coronel Charles Rowan y en Richard Mayne, establecidos entonces en el famoso nº 4 de Whitehall Place, lugar que utilizaron para fijar una comisaría que se convirtió en el cuartel general de la Policía Metropolitana, conocida a partir de ese momento como Scotland Yard, el origen de cuyo nombre no está muy claro, aunque se pretenden posibles estas dos historias:

1. Se cree que el lugar que ocupaba su cuartel general fue una de las residencias propiedad de la corona escocesa antes de la Unión, utilizada por sus embajadores cuando paraban en Londres y conocida como Scotland. El patio (courtyard)de esta residencia fue utilizado posteriormente por Sir Christopher Wren y conocido desde entonces como Scotland Yard.
2. La parte de atrás del nº 4 de Whitehall Place daba a un court (lo siento, no sé muy bien cómo traducir esto) conocido como Great Scotland Yard, una de las tres calles en cuyo nombre aparecían las palabras Scotland Yard, el cual parece derivar de las tierras que poseía un tal Scott, durante la Edad Media.

Poco a poco, el cuartel general de Scotland Yard fue extendiéndose y ocupando los inmuebles próximos hasta que, en 1890, fue trasladado al Victoria Embankment y renombrado como New Scotland Yard. Posteriormente, en 1967, la necesidad de un mayor espacio y un cuartel general más moderno, obligó a un nuevo traslado que llevó a la Policía Metropolitana hasta su ubicación actual, Broadway, S.W.1, pero manteniendo el nombre de New Scotland Yard.

Belén 2013

Belén 2011